miércoles, 2 de octubre de 2013

PESADILLAS


Algunas noches vuelvo a revivir cosas que me gustaría no haber vivido nunca. O cosas que aunque no he vivido, la sola posibilidad de que se hagan realidad basta para despertarme en plena noche, sudoroso y agitado. Normalmente en silencio. A veces con algún grito. La medicación, contra lo que gusta de opinar mi psiquiatra, no todo lo puede.
Por cierto que mi psiquiatra, y perdonen la salida del tema, ha perdido muchos puntos gracias a las nuevas tecnologías, léase whatsapp. Uno mete su número en la agenda, confiando en que algún día puede serle de ayuda, y hete aquí que cuando se pone a consultar la agenda en versión guasapera, en la que cada uno se identifica con la foto que entiende que mejor le define, aderezada además con un mensaje que acabe de redondear el concepto, me encuentro con que Paco, mi Paco, el que se supone que cuida y se desvela por mi salud mental, aparece en una pintoresca estampa, al pie de una monumental roca en la que alguien, vaya usted a saber si con sentido común o hasta los cojones de limpiar truños, ha escrito, en caligrafía imposible de ignorar: PROHIBIDO CAGAR. Pues ahí aparece mi Paco, con los pantalones a media asta, mostrando sus posaderas (nada digno de reseñarse, aunque tampoco hieren la vista de una forma irremediable). Como lema, o estado, mi querido psiquiatra ha elegido para acompañar la bucólica estampa una frase breve, pero contundente. Toda una declaración de intenciones: Transgrediendo. Muy hippy, muy coherente, muy cool, muy lo que ustedes quieran, pero ese es el tipo que se supone que tiene que impedir que me suicide. Y la próxima vez que la tentación de frenar un tren con mi esqueleto pase por mi cabeza, inevitablemente veré el trasero de Paco ante mis ojos. Todavía no sé si eso hará la decisión más o menos difícil. Aunque, desde luego, si la hará más desagradable. El culo de Paco, sin ser ninguna aberración, no es lo último que uno quisiera llevarse en la cabeza cuando se vaya de este valle de lágrimas.
Pero, en fin, vamos al tema. Las pesadillas. Fuente inestimable de inspiración para poemas románticos. Es una lástima que yo no sea un poeta, ni sea romántico, ni viva en el siglo XIX. Con esos condicionantes, las pesadillas quedan simplemente como una manera de arruinar el sueño y dejarte mal cuerpo para la vigilia. Una putada en toda regla, vamos. Pues últimamente me están atacando con cierta asiduidad. Incluso con despertares bruscos en mitad de la noche, de esos que le meten un susto importante a tu compañera de lecho, y que hacen que intente consolarte como si fueras un niño pequeño (“ya pasó, tranquilo, todo está bien”). Intento que se agradece, pero que no funciona.
No funciona cuando pasas la noche peleándote con un tipo grandote que te ha tirado en el suelo, en medio de una pelea infantil, y se ha sentado sobre tu pecho, agarrándote los brazos. Te tiene completamente inmovilizado. Y de repente, el tipo grandote empieza a recordarte todo lo que has hecho mal en tu vida. Eres un fraude. Nunca conseguirás hacer feliz a tu mujer. Nunca podrás ser un buen ejemplo para tus hijos. Intentas revolverte, pero no puedes. Te tiene bien sujeto. Y cuenta con el plus de decir la verdad. Algo que pesa como el plomo. Algo que hace imposible levantarte. Algo que te obliga a luchar con las sábanas en una batalla estéril que acaba por despertarla a ella. Ya pasó, tranquilo. Tranquilo. Y una mierda, tranquilo.
Tampoco funciona cuando pasas la noche dentro del vientre de una mujer. No me pregunten cómo, porque si supiera el sistema igual lo patentaría. O no. Yo qué sé. El caso es que estoy dentro del vientre de una mujer, y comparto el espacio con dos pequeños proyectos de personas. Dos niños. Dos enanos que flotan en una oscuridad perfecta, cómoda, ingrávida. En lo que debería ser, todos hemos pasado por ello, un estado de perfecta paz.
Pero no. Uno de ellos sufre. Su hermano se mece en las tranquilas olas de amor materno, tranquilo, satisfecho, pero él se retuerce, se esfuerza, lucha. Parece que en vano. Quiero animarlo, pero, cómo? Cómo puedes animar a algo (ni siquiera llega a ser alguien todavía) que antes de sentir la vida ya está viendo la sucia cara de la muerte? Quiero empujarlo, alentarlo, prestarle mis fuerzas. Pero no sirve. Él no percibe nada de todo esto. Está empeñado, completamente empeñado, en su propia lucha. No puede atender a nada más. Intento acercarme a él. Si no me oye, tal vez pueda sentirme. Pero lo único que consigo es enredarme en un vértigo pavoroso de ingravidez, de sonidos amortiguados, de los latidos de su madre, amordazados por un pánico demasiado intenso para pasar inadvertido. Me enredo en su placenta como en una tela de araña. Alargo la mano y consigo tocarlo. Es tan frágil, esa pequeña cosa, tan a medio hacer. Y sin embargo, su angustia y su lucha son tan reales que ese simple contacto hiela la sangre. La jungla empieza mucho antes de lo que todos pensamos. Esa cosa frágil intenta vivir. Si tiene que matar a su hermano, o a su madre, lo hará. Retiro la mano. Y siento un mareo como nunca antes. Me veo arrastrado por un remolino de sinsentido, acompañado hacia el fondo por los gritos silenciosos de los pequeños asesinos que quizá no tengan nunca la oportunidad de vivir. Y entonces despierto, sudando. Y les aseguro que mis gritos no son silenciosos. Despiertan a mi mujer. Despiertan a medio infierno. Todo está bien, tranquilo. Ya.
Me quedo en silencio, intentando que mi respiración suene tranquila. Deseando no ser ateo para tener un dios al que rezarle. Deseando que se haga de día pronto. Aunque sea con un amanecer sucio, frío y solitario. Cualquier cosa mejor que esto.
Algunos residentes aquí abajo me han mirado con cierta condescendencia. Seguramente sus pesadillas son peores. No pienso discutírselo. Cada uno tiene lo suyo. Así que los ignoro, y cruzo los dedos. A falta de religión, uno se refugia en ritos y tonterías. Cualquier cosa ayuda, cuando uno es consciente de que está en una batalla en la que el resultado final no depende de lo que haga o deje de hacer. Y, quién sabe? Tal vez sirva de algo. Tal vez cruzar los dedos cambie el rumbo de mis pesadillas y las conviertan en sueños apacibles y reparadores.
Desde el infierno, atentamente.
Samuel S. Morgenstern.

viernes, 27 de septiembre de 2013

1000 YARDAS

Contra todo pronóstico, hay gente que me pide que siga escribiendo. Que se echa de menos leerme, dicen. Podría tomármelo como un piropo, pero también los yonkis echan de menos su ración de heroína, y eso no convierte a la heroína en algo mínimamente aceptable. Así que mantendremos nuestra habitual humildad, plural mayestático aparte, y seguiremos escribiendo, sí, pero sin ánimo de ser faro de la cristiandad. Esto es por puro vicio. O terapia. Llámenlo x. El caso es que estoy mucho mejor. Después de meses de asomarme a los abismos, de ser residente en el infierno, de ver siempre la botella medio vacía, comienzo a ver una luz al final del túnel. Puede ser un tren de mercancías que viene de frente y me va a dejar hecho comida para peces, por supuesto, pero ahora me he pasado al otro extremo, y sólo puedo ver el lado positivo de las cosas, así que creo que esa luz es la salida del laberinto. De ilusiones también se vive, oigan.

Pero fíjense si he mejorado que ahora me preocupa mi entorno. Los que me rodean. Convendrán conmigo en que es un paso adelante. En plena depresión, en lo más hondo del infierno, nadie es capaz de pensar en los demás, por muy cercanos y caros que sean. Ergo, si me preocupan los seres queridos es que hemos dado un paso adelante (esta vez no es plural mayestático, me refiero a mis personalidades múltiples). Algo que se podría traducir al román paladín como “vaya cristo que he montado”.  Algo que se podría resumir en ver a mi mujer con la mirada de las mil yardas.
Como ahora me he venido arriba (ya les advertí que yo no conozco el término medio), voy a suponer que todos ustedes no tienen ni las primeras letras y no saben de qué demonios les estoy hablando, así que voy a explayarme un poco en plan didáctico-pedante-repollesco.
En 1914 hubo una guerra. Fue un poco más gorda que las que se habían celebrado hasta entonces, así que los cronistas la bautizaron como la Gran Guerra. Pasó a la historia como la I Guerra Mundial. En ella, en las tierras del norte de Francia, donde los Tercios Españoles habían pasado las de Caín unos cuantos siglos atrás, los ejércitos franceses, británicos y alemanes se batieron el cobre a pecho descubierto. La diferencia está en que los Tercios Españoles lo hacían contra arcabuces y picas, y a los perros infieles les tocó vérselas con alambradas, ametralladoras, obuses, gases venenosos y fusiles de repetición. Una pequeña diferencia. Que, aunque pequeña, hizo que allá donde en los tercios no hubo sino valor y pechos descubiertos, en los ejércitos europeos modernos dieronse casos de gente que ponían caras raras cuando sus oficiales les decían que había que atacar. Caras como de estar pensando “va a atacar tu puta madre, porque yo ya he estado en el infierno, y paso de volver”. Gente que era ipsofacticamente pasada por las armas, por supuesto. Roma no paga traidores, y Francia, Inglaterra o Alemania tampoco querían cobardes entre sus filas. Nada que no solucionara un pelotón, en cualquier caso.
Lo que son las cosas, años después de la guerra que iba a acabar con todas las guerras, se lió un Cristo de una envergadura considerablemente mayor. Ya se sabe que las técnicas avanzan que es una barbaridad, y en lo que a escabechar prójimos se refiere, mucho más. Así que imagínense la escabechina que supuso lo que pasó a la historia como II Guerra Mundial (WWII para los anglosajones).  Que si aplico técnicas industriales para gasear judíos por aquí, que si aplico física subatómica por allá…. El tema dio para muchas películas de acción. Algo que tendremos que agradecer eternamente los ociosos y acríticos homínidos del siglo XXI.
Pero una cosa curiosa de las guerras es que, aparte de un montón de muertos, viudas, huérfanos y miseria, dejan siempre algunas gloriosas anécdotas para la posteridad. La carga de la Brigada Ligera, las cadenas de las Navas de Tolosa, los trescientos de las Termópilas, etc. Y la WWII (vamos a usar la nomenclatura anglosajona, en un afán de cosmopolitanismo y modernidad que espero sea valorado en lo que vale por los posibles lectores) no iba a ser menos, legando a la posteridad un puñado de hechos, frases y circunstancias que pasarían a formar parte del inconsciente colectivo a la voz de ya.
Lo malo es que el inconsciente colectivo es eso, inconsciente. Es decir, que sabe muchas cosas y puede hablar de muchas cosas, pero inconscientemente. Es decir, que sabe, pero no sabe lo que sabe. Es decir, que no tiene ni puta idea de nada. Y voy a parar antes de concluir con alguna sentencia políticamente incorrecta, como que las mujeres no deberían votar, porque me conozco, y además no viene al tema. Lo importante es que algunos términos de los que surgen en esas escabechinas mundiales se incorporan al uso común. Bueno, quizás no tan común, pero se incorporan. Y uno de esos términos es la mirada de las mil yardas.
Como siempre, el concepto original ha sido bastardeado hasta el infinito y más allá, tanto en la forma como en el fondo. El origen de la expresión es un reportaje de un periodista americano que seguía la marcha de los marines en el pacífico, y que en 1944 publicó en la revista Life un dibujo titulado “Los marines lo llaman la mirada de las 2000 yardas”.  La expresión se dividió por dos, pero no dejó de ser heredera de lo que 30 años antes, en la Gran Guerra, se llamó Shell Shock (de difícil traducción literal, pero Shell es obús, y shock todos sabemos lo que es, así que ustedes mismos). Cerca de 4000 soldados fueron juzgados por cobardía en Francia durante la Primera Guerra Mundial, antes de que los médicos establecieran el Shell-Shock como un trastorno a tener en cuenta. Aunque no mucho, porque en la segunda gran guerra los soldados que perdían la cabeza y acababan mirando al infinito, buscando algo más allá del infierno que los rodeaba, eran tachados de cobardes. A trancas y a barrancas, el concepto se popularizó. Shell shock. 2000 yardas stare. La mirada de las mil yardas.
Posteriormente, la gente que manda pensó que sería conveniente edulcorar un poco el hecho de que a la gente se le quedara cara de zombie después de pasar un tiempo al borde del abismo, y decidió bautizar el fenómeno como PTSD (desorden por estrés post-traumático, por sus siglas en inglés). Con lo cual usted no es un zombie, no es alguien vuelto del infierno, no es una persona que ha traspasado la línea… No. Usted es un enfermo, un pobrecito enfermo que ha sufrido un estrés muy gordo y se ha quedado un poco pallá.  Da igual que haya sido en la guerra, en un accidente de tráfico o que se le hayan quemado las lentejas. PTSD. Darle un nombre científico suaviza las cosas. Hace parecer que los científicos saben de lo que hablan, que controlan el tema. Ya.
Después de una temporada en el infierno, cuando he comenzado a salir más frecuentemente, y a pasar alguna noche fuera (es decir, en casa), cuando he empezado a hacer lo que puede considerarse como vida normal, el alivio ha sido considerable. Ha sido una escalada lenta y minuciosa, pensando cada paso como si fuera la última cosa que pudieras hacer. Ha sido duro. Ha sido penoso. Pero se suponía que al llegar a la cima te sentirías bien. Te sentirías normal. Tendrías tu recompensa. Todo sería ok.
Pues no. Lo que se encuentra uno al llegar a la cima, después de una lenta escalada desde el infierno, es que tu mujer te mira como si no estuvieras allí. Que tu mujer mira a través de ti. Que tu mujer tiene la mirada de las mil yardas. Y es entonces cuando uno se da cuenta de que su infierno ha sido compartido. Con un ligero desfase que hace que ahora que tú estás bien, ella se derrumba.
Podrás soportar su derrumbe, recién salido del infierno? Podrás aparecer en el horizonte, mil yardas más allá, para servirle de guía, para ser su referencia? Te derrumbarás tan sólo al pensar que ella, tu soporte, tiene también sus límites?
Son muchas preguntas. Quizá demasiadas. Tal vez no existan tantas respuestas en el breve espacio que suponen 1000 yardas. Es algo menos de un kilómetro. Un kilómetro por el camino de baldosas doradas. Tal vez al final estén las respuestas. O tal vez no.
En cualquier caso, sus ojos siguen siendo preciosos. Miren lo que miren.
Desde el infierno, atentamente.
Samuel S. Morgenstern

martes, 13 de agosto de 2013

HERENCIA

Por esas cosas del destino, que es un cachondo (por no decir cosas peores), mi trabajo está a tiro de piedra del pueblo en el que nació mi madre. El paisaje, y el paisanaje, me son, pues, bastante familiares. Son cosas que conocí desde siempre. Lo que pasa es que ahora tengo otra forma de ver las cosas, y lo que me parecía normal con una edad más tierna se ve ahora bajo otro prisma, y toma un aspecto mucho menos saludable. Un poquito vergonzante cuando reconoces algunos rasgos típicos del país en tu madre. Absolutamente bochornoso cuando los reconoces en ti mismo.
El lugar en cuestión es un páramo. Recibe ese nombre con toda justicia. Una llanura eterna, en la que las espadañas de las iglesias son las únicas orientaciones posibles para moverte. Tierra de secano. Tierra dura. Tierra sin demasiadas comunicaciones. Tierra autárquica, por decirlo de una manera fina. Tierra de endogamia, si queremos ser un poquito más crueles (o más fieles a la realidad: un paseo por el cementerio revela que a través de las generaciones, en el pueblo se han apañado con cuatro apellidos, en combinaciones y permutaciones varias; quieran o no, eso tiene sus consecuencias).
Les voy a hacer una descripción. El pueblo es un conjunto de casas de tapial o adobe. Es decir, de paredes de barro. Ahora hay varias casas de ladrillo, claro, pero son de reciente factura, y rompen un poco la homogeneidad estilística del lugar. A poco que uno se pone a imaginar en retrospectiva, no es difícil ver el pueblo construido exclusivamente de barro. Casas aglomeradas, rodeadas de extensas tierras a las que había que acudir a diario para trabajar. Casas con una huertica en la parte trasera donde se cultivaba alguna hortaliza para la familia y alguna berza para los cerdos (que no eran de la familia, pero casi). Unos meses intensos de trabajo, coincidiendo con el verano, cuando el sol del mediodía hace crujir las piedras. Y un invierno más relajado, con la obligación de atender el ganado y poco más, donde el frío hace crujir los huesos. Meses en los que los lugareños sortean las trampas climáticas de distintas maneras según el sexo: las mujeres se quedaban en casa, al amor de la lumbre y pastoreando a la prole. Si se sentían inspiradas hacían algún dulce casero (mi abuela hacía unas rosquillas y unos figüelos impresionantes, arte este que resultó no ser heredable, al menos por mi madre). Si no había inspiración o materia prima, charlaban. Los hombres iban a las bodegas. Es una zona en la que abundan los viñedos, y en la que, por lo tanto, debe haber bodegas. Las del pueblo están excavadas en el terreno arcilloso que caracteriza la región, aprovechando el desnivel del terreno, y construyendo una galería bajo cualquier ligera colina, donde se habilitan las dependencias necesarias para aprovechar la cosecha de uva  y transformarla ya saben ustedes en qué. Pues allí, a la luz de un candil, pasaban los hombres las jornadas ociosas de invierno, o las tardes de algún domingo. Uno llevaba un poco de cecina, otro un poco de queso, algo de escabeche, un mendrugo de pan. Y se ponían a comer y, sobre todo, a beber, tratando de olvidar el verano de mierda que habían pasado, tratando de ignorar lo que de ellos podían estar hablando las mujeres, y tratando de reunir los ánimos necesarios para enfrentar el verano siguiente.
Mi madre fue la mayor de seis hermanos. Lo que es como decir que fue la madre, en modo amateur, de cinco. En aquellos años, ser hermano mayor era una responsabilidad. Y creo que mi madre nunca lo superó. El hecho de estar siempre pendiente de los hermanos pequeños, ayudando en casa, pendiente de todo, se le quedó pegado en la piel. Un complejo de madre en toda regla.
Luego la familia se mudó a un sitio un poco (muy poco) más civilizado. Al menos, había menos endogamia, que ya es algo. Y conoció a mi padre. En el sentido bíblico de la palabra, y de ese conocimiento nací yo. Pero con papeles, eh? Casados, por la iglesia, y con toda la parafernalia, como se estilaba (y aún se estila bastante) por estos pagos. Luego mi hermano, y luego mi otro hermano. Y, hale hop, ya tenemos una familia.
Al principio, como en todas las familias, nosotros (mis hermanos y yo) lo encontrábamos todo normal. Matriarcado fundamentalista, convivencia frecuente con mis abuelos, mi padre como figura que aportaba el dinero y poco más…. Todo eso era normal. Mamá mandaba, papá trabajaba, mi abuela también mandaba (aunque algo menos) y mi abuelo también trabajaba (hasta que se jubiló y ninguno sabíamos muy bien qué hacía; desde luego, mandar, no). Luego fuimos creciendo, y veíamos que algunas cosas no encajaban demasiado en lo que nosotros entendíamos como normales. Vale que una mujer mande en su casa, pero que un hombre tenga miedo de hacer cualquier cosa en la suya  no parece muy sano. Que mi padre temblara cada vez que mi madre le encargara una ñapa, por miedo al veredicto del jefe de obra (mi madre, evidentemente), que no sólo juzgaba el resultado final, sino el desarrollo de los trabajos, convirtiendo la tarea en algo bastante estresante, pues ya no me parecía tan normal, a partir de cierta edad. Que mi abuelo tuviera que fumar a escondidas y pasara más tiempo en su pequeño huerto que en casa, pues tampoco.
Luego vas creciendo más, y conociendo más los antecedentes de hecho de la familia y los alrededores. Es decir, del pueblo del que provienen (provenimos). Un sitio que presenta un porcentaje de casos de enajenación mental sensiblemente superior a la media. Con casos llamativamente escandalosos, como visiones de muertos, apariciones de familiares sólo de cintura para arriba (“se me apareció la mitad de mi padre”, les juro que he oído yo), intentos de suicidio por ahogamiento en medio metro de agua, duelos a muerte a golpe de azada por quítame allá estos vinos…. Sería un no parar. Y te das cuenta de que el hecho de que el pueblo, que está al lado de otro del mismo nombre, es quizá el único del país en el que el ayuntamiento y los órganos de gobierno recaen en el que se apellida “de Abajo”. El de mi madre, ya lo habrán adivinado, se apellida “de Arriba”.  ¿Recuerdan el anuncio del Fairy de Villarriba y Villabajo? Pues, extrapolando a esta zona, hubiera ganado Villabajo. Casi un expediente X.
El caso es que tú a esas cosas no le das importancia. Tus padres son tus padres, unos señores mayores, a los que no te imaginas jóvenes, ni con un pasado que les haya podido marcar. La verdadera modernidad, el verdadero mundo, la realidad, eres tú.  Así que te tomas esas anécdotas como chascarrillos de la prehistoria, y sigues creciendo, a tu aire. Atento a tus tiempos. Sin pensar, sin ni siquiera sospechar, que el pasado siempre vuelve.
Porque mi madre se pasó tanto tiempo en el pueblo, en ese ambiente paramés, desértico, endogámico y alcohólico, que acabó olvidándose de que se podía vivir de otra manera. Y cuando tuvo la oportunidad, viviendo en una ciudad, con hijos que tenían otra realidad, con un marido que vivía en otras coordenadas, no supo adaptarse. Lo suyo siguió siendo siempre quedarse al amor de la lumbre preocupada por nosotros y por el marido, y currar para tener la casa como una patena. Era lo que se estilaba en el pueblo (expedientes x aparte), y ella no supo reciclarse convenientemente para adaptarse a su nueva realidad. Aquello ya no encajaba demasiado en la vida que teníamos. Pero ella era así. Y trate usted de cambiar a una mujer, y luego me lo cuenta.
Los tres hijos fuimos a la universidad. Algo que, para mis padres, era el no va más del ascenso social. Por encima de eso sólo cabía ser ministro (lo de presidente, directamente, no se contemplaba: eso era una figura mítica, investida de autoridad divina). De hecho, era una expresión recurrente, para aludir a alguien especialmente listo o despabilado, decir “este va para ministro”. Visto el panorama actual, es una suerte que los pronósticos fallaran, porque el prestigio de los ministros ha caído bastante, últimamente.  El caso es que, sin llegar a cargos oficiales de enjundia, los tres hermanos hemos conseguido ganarnos la vida relativamente bien. Con los tiempos que corren, podríamos decir que sobrevivimos sin demasiados problemas, que es el equivalente a decir, hace 50 años, que te has comido el mundo. Consecuencia de esto, sin embargo, ha sido que nos hemos tenido que ir de casa, un pequeño inconveniente que tiene el progreso de los hijos. Un pequeño inconveniente que mi madre, al parecer, no había previsto. Esto le ha acarreado una depresión de nivel DEFCON1, no demasiado preocupante, también conocida como “síndrome del nido vacío”. Les pasa a muchas mujeres. Lo normal es que les dé por la fibromialgia. A mi madre, que es mal original, le dio por los infartos.
Todo tiene su explicación. Es una explicación rara, pero es la única que hay. Como yo no fui un estudiante tan aplicado como mis hermanos, resulta que, prácticamente, los tres nos graduamos y empezamos a trabajar a la vez. Lo que implica que los tres nos fuimos de casa a la vez. Un shock en toda regla para una señora, mi madre, que había visto su vida girar durante 30 años alrededor de las necesidades y peripecias vitales de los tres hijos que tenía en casa. De repente, se ve sin ninguno de ellos. Y decide tener infartos. No sé si por llamar la atención, porque el cambio de revoluciones fue demasiado brusco o porque la fibromialgia no le molaba. El hecho es que en el primer año que estuvimos fuera de casa, mi madre tuvo tres infartos.  Cada vez que sonaba el teléfono, te subían las pulsaciones. Los viajes al hospital se convirtieron en una rutina. Ya conocías a las enfermeras de coronarias por el nombre. Una fiesta, vamos.
Han pasado varios años, y mi madre ha cambiado el objeto de sus preocupaciones. Como ve que sus hijos no son tan inútiles como ella pensaba, ahora ha centrado su atención en sus padres, mis abuelos. Algo que tiene difícil remedio. Mis abuelos están muy mayores, pero tienen buena salud. Algunos achaques, claro, pero nada que yo no firmara para tener noventaypico tacos. Sin embargo, se les ha ido algo la cabeza. Sobre todo a mi abuela. Lo de mi abuelo es más un recrudecimiento de las costumbres de toda su vida. Siempre preocupado de trabajar, y de pasar su tiempo libre lo más tranquilo posible, lejos del control de su mujer, ahora no le hables de residencias, asistentas y demás historias. Se niega a reconocer que necesita ayuda. O más bien es que no quiere extraños cerca, que hagan más patente su invalidez actual, y no es capaz de reconocer que sus hijos no disponen del tiempo, ni de la energía mental y física para cuidarlo, que es lo que, probablemente, a él le gustaría. El resultado de todo esto es que mi madre ha encontrado un nuevo objetivo en el que verter sus afanes cuidadores. Algo que puede ser lógico. Pero que deja de serlo cuando pone  encima el bienestar de los abuelos de la salud personal. Cuando pone por encima de disfrutar de sus nietos el torturarse asistiendo al declinar de mis abuelos sin poner ningún remedio eficaz.
La consecuencia de todo esto es que mis padres, ahora que están jubilados, tienen una relativa buena salud y tienen a sus hijos sanos y con trabajo, y a unos nietos que los adoran, están peleados. El viejo síndrome del páramo. La endogamia del pueblo materno ataca de nuevo. No vamos a ser felices si existe una mínima posibilidad de ser infelices. En este caso, los abuelos. Pero si no fuera esto, sería otra cosa. El caso es estar amargada. Y tener infartos.
Lo peor del caso, como los más perspicaces habrán adivinado, es que yo he heredado muchos de los rasgos psicopáticos de mi madre. Esa tendencia a la depresión, ese buscar problemas donde todavía no los hay, ese hacer un castillo de un grano de arena, ese olvidarse de disfrutar de las cosas que tienes y amargarse pensando en las que te faltan. Así es mi madre. Y así soy yo. Sin infartos, pero todo se andará.
Por fortuna, yo me casé con una mujer que es el contrapunto perfecto a mi forma de ser, o de pensar, o de sentir. Una mujer que es capaz de pegarme un sopapo cuando me pongo tonto, o cogerme de las orejas y llevarme al psiquiatra, a que me dope para que no haga estupideces, o de convencer a mis hijos de que me convenzan para dejar de fumar, etc, etc. Casarme con ella ha aumentado mi esperanza de vida en unos 15 o 20 años, sin exagerar.
Pero la herencia está ahí. Los genes son poderosos. Y no tienen amigos. Reclaman lo que es suyo. No es nada personal. Ellos hacen su trabajo. Y lo hacen muy bien. Mi madre es lo que me recuerda que cualquier episodio vital puede ser interpretado siempre de la peor forma posible, para hacernos sufrir y pensar que la vida es una mierda. Así que ahora me toca debatirme entre las ganas (y la sensación de deber) de ver a mis padres, y el instinto de supervivencia que me dice que cuanto menos me acerque al entorno dominado por los procesos mentales de mi madre tanto mejor para mí. Es una dura decisión. Más, si incluimos en ella a mis hijos, y a mis hermanos.
Pero, en fin, lo primero es lo primero. Y dicen que el primer paso para superar un problema es reconocerlo. Si puede ser públicamente, en un foro permeable al trasfondo del asunto y que pueda brindarte apoyo, mejor. Estilo alcohólicos anónimos, vamos. Así que allá va mi confesión: soy hijo de una mujer cuya capacidad para buscar problemas donde no los hay he heredado, así como su incapacidad para descubrir ningún aspecto positivo en las cosas que vas consiguiendo en la vida. Ahora debería haber un coro diciéndome: hola, Samuel, no estás solo, te queremos, te entendemos, cuentas con nuestro apoyo. Pero no lo hay.
Así que tendré que apoyarme en mi mujer, en mis hijos, en mis hermanos (que parecen sorprendentemente a salvo de este síndrome paramés) y en las benzodiacepinas. De momento está funcionando. Empiezo a disfrutar de las cosas que tengo, y a pensar menos en las que podría tener.
Mis compañeros de resort, aquí abajo, me dicen que no me fíe. Que la genética es una fuerza poderosa y desconocida. Que la herencia acaba siempre reclamando lo suyo. Quizá tengan razón. Pero a mí siempre me ha gustado comprobar mis teorías por mí mismo, sin hacer caso al paradigma predominante. Así que vamos a ver si la química y el amor pueden vencer a la genética. No me negarán que es un combate apasionante. Aquí abajo alguien ha sugerido que esto lo coge Don King y nos hace de oro a todos. Pero, qué quieren, uno es discreto, y prefiere que el combate se dispute en la más estricta intimidad. Solo familia y amigos.
Desde el infierno, atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

jueves, 8 de agosto de 2013

EVOLUCIONANDO

Es curioso como van cambiando las cosas con el paso del tiempo. O con la variación en la dosis de tranquilizantes. O con los cambios en los ciclos de la bipolaridad. El caso es que cambian. Cambia el estado de ánimo con que uno ve las cosas, para ser más exactos, porque las cosas siguen siendo las mismas. Y no me pidan una descripción detallada de cómo son, que ya nos conocemos y si empezamos por ese camino vamos a acabar muy mal.
El caso es que mi manera de ver el mundo ha ido cambiando. Indudablemente, la química ha tenido mucho que ver en ello, metiéndome dos marchas menos para rebajar un poquito la velocidad y apreciar mejor el paisaje. Y también los comentarios (algunos, al menos) de mi psicóloga, que después de pensarlos durante mucho tiempo (pero mucho, mucho, porque hace más de un mes que no la veo, así que calculen) me han llevado a algunas conclusiones interesantes. Como soy lento para casi todas las cosas, esto de haber bajado las revoluciones ha resultado un buen negocio. Me ha puesto en el punto exacto en el que poder pensar, y en el que la vergüenza al comprobar la cantidad de gilipolleces que uno ha pensado/planeado/cometido/dicho/escrito en los últimos meses no me afecta como para volver a pensar que todo es una mierda, que uno es un tipo maldito condenado al fracaso y demás historias recurrentes en un servidor. Por el contrario, la vergüenza y las reflexiones me han pillado, como les digo, con el ánimo propicio.  No tan pasado como para que me importe un pito, pero no tan reactivo como para que me afecte demasiado. Es decir, en el punto exacto para pensar, sin condicionantes emocionales extremos. Pensar así da gusto. Es como ponerte a jugar al fútbol en el Nou Camp o el Bernabéu, con la hierba recién segada, regadita, temperatura ideal… si no juegas bien es porque no sabes. Modestia aparte, yo sí sé pensar. De una manera original, si quieren, pero sé. Y las cosas que he ido pensando durante esta temporada han sufrido una evolución importante. Positiva, seguramente, pero desconcertante.
Hace un tiempo (me gustaría precisar más, pero la percepción temporal todavía la tengo un poco alterada, y quizá diga un par de meses cuando han sido un par de semanas, o un día cuando ha pasado mes y medio; también podría tirar de hemeroteca, pero, sinceramente, me da pereza) todo me parecía una mierda: el mundo en general, mi vida en particular y cualquier añadido colateral que pudiera imaginar. Nada me gustaba. La única solución que veía era quitarme de en medio. Lo que pasa es que soy un poco nena y las formas más facilonas de suicidarse son un poco bruscas, como demasiado truculentas para mí: cortarse las venas, tirarse por la ventana, arrojarse a las vías del tren, pegarse un tiro…. Yo pensaba en algo más sutil, más elegante, más cómodo. Púseme a buscar, a medias en la memoria y en internet, y hallé formas excelentes de decir ahí os quedáis. Indoloras, incruentas, limpias. Pero…. Siempre hay un pero. Todas tenían un problema. Pensé en un cóctel Brompton, que además de quitarme las penas iba a dejar patente mi nivel, Maribel. Que no todo el mundo sabe de qué va el tema. Pero me faltaban ingredientes. Y eso que trasteé entre el equipo de mi legítima, que de drogas legales y/o medicamentos raros maneja un huevo, pero nada. No estaba el ingrediente secreto. Y la ginebra a palo seco me parecía un poco bestia para matarse. Todo es ponerse, claro, pero, en fin… estamos hablando de irse con un poquito de clase.
También pensé en un lamentable y fatal accidente laboral. Son cosas que pasan. Mucho más de lo que deberían pasar, dicho sea de paso. Pero, debido al sector en el que un servidor trabaja, los accidentes laborales se encuadrarían en la temática que va de La matanza de Texas a Dexter. Si la truculencia no fuera obstáculo, mi trabajo sería el paraíso de los suicidas: maquinaria pesada, alta tensión, alturas… barra libre. Pero, para un ser delicado y angelical, como un servidor, nada de esto encajaba.
Un accidente de tráfico tampoco estaría mal, me dije entonces. Al fin y al cabo, le pasa constantemente a un montón de gente, y yo cojo el coche todos los días. No tendría nada de raro. Pero, puestos a analizar con detenimiento, no es un método que ofrezca garantías de éxito. Sí, lo de empotrarte contra un camión que viene en sentido contrario está en tu mano, pero de ahí a que del choque resultes fiambre hay un trecho. Porque la vida (o la muerte) es así de caprichosa, y lo mismo te pegas una hostia como un piano contra un camión y sales sin un rasguño como te caes de la silla al reírte cuando te cuentan un chiste y te desnucas.  Si queríamos  asegurar, el tráfico también quedaba descartado.
Lo mío, para ser sinceros, eran las pastillas. O sea, la química. Y si podía ser algo peliculero, mejor. Quiero decir que entre empacharse de valium hasta que se te salgan por las orejas o tomarte un trankimazin combinado con anectine, no hay color. Una pastillica para amodorrarte mientras otra te paraliza todos los músculos y te quedas sin respirar, como un pajarito. Elegante, sofisticado, fácil, indoloro. Pero problemático. Porque desde que mi mujer me vio con tendencia al vuelo sin motor me enajenó el talonario de recetas, con lo cual la posibilidad de autorecetarme los venenos necesarios se fue a tomar por el culo. Fíjense si será perra la vida que ni siquiera morirse cuando uno quiere es fácil.
El caso es que, mientras esperaba a que se me ocurriera una solución al problema, me dio por pensar que, total, puestos a matarme, podía darme el capricho de hacer alguna de esas cosillas que hasta entonces no me había permitido hacer por temor a las consecuencias. Como ahora las consecuencias las iba a pagar el maestro armero, el tema presentaba posibilidades interesantes. Los ingleses  (o los americanos, o los australianos, o algún otro grupo de infraseres angloparlantes) lo llaman “the bucket list”: la lista de cosas que te gustaría hacer antes de estirar la pata. Así que me puse con ello.
El primer punto de mi lista, jugar en la NBA, lo descarté inmediatamente. No por imposible (admito que es improbable, pero no más), sino porque últimamente juega allí cualquiera, y ya no deja la impronta de qualité de cuando a mí me obsesionaba el baloncesto. Así que seguimos al punto siguiente: mujeres. Y ahí es cuando se lió el tema. Porque entonces cedí a la tentación de llamar a mi mujer maldita. A la que conocí hace tres años y me hizo añorar una vida que nunca tuve. A la que me hizo creer en coincidencias cósmicas, en destinos y en cosas así. Solo que ahora el asunto iba más por derecho: simplemente, me apetecía estar con ella, como no pude estar en su momento. Hablando en plata: quería follarla.
Aunque el tema no era consciente, debo decir en mi débil defensa. Era más bien una necesidad de justificación, una manera de pedir perdón por las meteduras de pata pasadas. Una forma de decir los siento, me ponías mucho pero no me atreví y te dejé colgada y haciendo chof chof. Y aquí surgió un problema. Porque ella no me recibió de uñas, con un vete a la mierda, y ojalá no vuelva a oír hablar de ti en la puta vida, sino con una comprensión casi fuera de lugar. Qué tal te va. Pues así, así. Yo tengo apendicitis. Vaya. Lo siento. Yo me quiero suicidar. Bueno, se veía venir, pero no seas imbécil. Ja, ja. No, en serio, que estoy fatal, que no hay día que no piense en matarme. Anda, no seas imbécil. Y tal, y cual….
Y entonces pasó una cosa curiosa: cuanto más hablaba con ella, menos quería matarme y más quería follarla. Así que se lo dije: Oye, que quiero follarte. Y ella me dijo: Muy bien, pero hace tres años tuviste la oportunidad y dijiste que no. ¿A qué viene ahora este cambio? Sería muy largo de explicar, dije yo, pero dame una pista, por lo menos, de si hay posibilidades. Haylas, contestó. Y servidor se olvidó temporalmente de las ganas de matarse.
Lo que pasa es que la logística del caso seguía siendo complicada. A 300 km de distancia, yo hasta las orejas de curro, con la dead line (los términos ingleses me pierden, de lo gráficos que son: yo pensando en matarme y el jefe queriendo asustarme con la dead line… es que te tienes que reir) siempre encima, con el ligero inconveniente que para conducir suponen la convalecencia de una cirugía mayor o estar hasta las orejas de benzodiacepinas, que te dejan los reflejos a la altura de un octogenario a la hora de la siesta, sus hijas, mis hijos, mi mujer, su marido… todo complicaciones. La verdad es que a la hora de poner tentaciones, los diablillos se lo podían currar un poco más y dar alguna facilidad, porque así no quedan más cojones que hacer de la necesidad (imposibilidad, más bien) virtud.
Y, como es lógico, del hecho de hablar todos los días con una mujer a la que te quieres zumbar y no puedes, y encima siendo consciente de que pudiste hacerlo en su día y no quisiste (agravante del caso, sin ninguna duda), sobrevino la consecuencia lógica de que un servidor, con la tensión a la altura del techo del piso de arriba, comenzó a decir estupideces. Y ella se enfadó, y yo juzgué que lo mejor que podía hacer era cortar la comunicación, para evitar males mayores. Ya saben aquello de que vale más permanecer en silencio y que piensen que eres imbécil que abrir la boca y disipar la duda. Pues yo tengo mi personal interpretación del adagio: primero dejo claro que soy imbécil, y luego me callo. Cuestión de tiempos.
Entra en escena entonces un viejo amigo. No recuerdo muy bien a santo de qué, porque la memoria a corto plazo sigue hecha unos zorros, pero resulta que el muy cabrito va y me escribe un guasap. Y, raro fenómeno que no se da todos los días (los fans de Eugenio apreciarán este leve pero sincero y cariñoso homenaje), le contesté. Y comenzamos a hablar con frecuencia. Y como me vio hecho unos zorros, me preguntó de qué iba la película. Me pareció muy largo de explicar por guasap, y como hablar por teléfono no se me da nada bien, le dije que se leyera el blog, que más o menos una idea se haría. Así lo hizo (lo de leer el blog; lo de hacerse una idea lo dudo, porque escribir drogado no es lo mejor para que le entiendan a uno). Y me dijo de vernos. Y nos vimos. Y conocimos a su chica, y pasamos un día juntos, y comprobé que él también lleva lo suyo a cuestas. Lo que me hizo replantearme si no estaría exagerando yo un poquito lo mío. Naturalmente que sí. La vida es así. Te agobia, te aprieta, te ahoga, pero también te da momentos sublimes. Cuanto estás con un amigo. Cuando te ríes con alguien que entiende tu sentido del humor (a mí esto me pasa poco, pero cuando pasa, mola). Cuando follas con alguien a quien le tienes ganas. Cuando haces el amor. Cuando haces el amor con alguien a quien tienes ganas de follar (esto ya es para nota, se lo aseguro, y lo digo con conocimiento de causa). Cuando recuerdas alguna frase tremendamente estúpida o tremendamente genial de tus hijos. Cuando recuerdas algo que hiciste bien. Cuando recuerdas algún momento en el que viste algo tan hermoso que no supiste que pensar. O, puestos a los mínimos, cuando recuerdas que, por lo menos, hubo algo que hiciste mejor que los demás: fuiste el espermatozoide más rápido de todos los participantes en la carrera. Y eso no te lo quita nadie.
Evolución. Cambio. Adaptación. Todo eso es la vida. Por más que a mi me reviente, que prefiera que nada cambie, encontrarme siempre el mismo paisaje, las mismas circunstancias, las mismas soluciones para los mismos problemas. El juego no funciona así. Todo cambia. Incluido yo. La vida tiene sus reglas. Hay que cambiar.  Hacer lo que haya que hacer. Y tragar lo que haya que tragar. Luego,  siempre tendrás esos momentos especiales. ¿Valen la pena? El truco es pensar que sí. Que merecen la pena. Aprender a disfrutar de los pequeños momentos de tregua. Del aroma del café por la mañana, de un gol decisivo de tu equipo, de una tarde perfecta con tus críos (aunque sea una de cada 1000, que viene a ser la media), de un marrón bien resuelto en el trabajo, de un polvo bien echado, de un abrazo que te hace no necesitar echar un polvo. En eso consistía la vida, fíjense. Todo lo demás era relleno.
Ahora estoy mucho mejor. He aprendido un montón. He sacado adelante un montón de curro, contra las previsiones más optimistas del más optimista de mis jefes (que, les aseguro, es mucho decir), empiezo a pensar con tranquilidad, he recuperado a mi amigo el encantador de escarabajos, y ya sólo me queda acabar de convencer a mi mujer de que esto es de verdad, que la mejoría que ella cree ver es real. Que ya no pienso en matarme. Y que seguiré aprendiendo a que me basten esos momentos de felicidad para sobrellevar la vida en las trincheras. Lo hace todo el mundo, así que no puede ser tan difícil. Ni siquiera para una nena como yo.
Lo que no tengo claro, ni de lejos, es si romper el silencio radiofónico autoimpuesto con mi mujer maldita, con mi obsesión. No sé si debería pedirle perdón o sería mejor dejarlo estar. Si volver a hablar con ella daría pie a una nueva escalada tensional que quién sabe cómo acabaría, o si mi primer mensaje sería respondido con un justificado exabrupto y una maldición gitana. Dudas. Siempre dudas. Pero dudas relativas. Porque, en realidad, sé lo que quiero. Quiero pedirle perdón por un montón de cosas. Quiero darle las gracias por otro montón. Y quiero preguntarle si podemos ser amigos.  Solo que no me atrevo.
En el infierno están acojonados, viéndome escribir tanto rato, en lugar de dedicarme al vicio. No saben qué pensar. Ahora que empezaban a considerarme uno de los suyos, voy y me pongo a hacer cosas raras. Los tengo confundidos. Se les oye murmurar. Pobres diablos. Nunca han entendido que escribir es un vicio como otro cualquiera. O peor. Pero no pienso aclarárselo. Allá ellos.
Desde el infierno, siempre atentamente,
Samuel S. Morgenstern.

viernes, 2 de agosto de 2013

PRÍNCIPES, REYES... AMIGOS

Hace tiempo que no escribo, señal inequívoca de que mi ánimo y mi cabeza están mucho mejor. También hace tiempo que no hablo con mi mujer maldita, cosa que quizá (sólo quizá) tenga algo que ver en la mejoría. Lo más probable es que se deba a una conjunción de causas que no haya quién la desenrede, pero es lo que hay. El trabajo aprieta y te deja poco tiempo para alegrías, prescindes de algún que otro vicio (u obsesión) y compruebas con sorpresa que eres capaz de soportarlo, reencuentras viejos amigos, viejos placeres. Vaya usted a saber cuánto ha influido, o si lo ha hecho realmente, cada una de estas cosas en la aparente mejora de mi locura.
Como las filosofadas sin solución no me gustan demasiado (vienen a ser como un magreo sin final feliz), intentaremos ceñirnos a hechos concretos. Uno de los últimos consejos que me dio mi mujer maldita, mi obsesión, fue que hablara con mi amigo. Que me vendría bien. Sea por casualidad, sea porque le hice caso, sea por cualquier otra causa en la que se puede incluir una conspiración entre mi mujer y mi amigo, el caso es que he hablado con él. Incluso nos hemos visto, ya que tampoco vivimos demasiado lejos. Un domingo ocioso por ambas partes, un par de horas de coche, y ya estamos cara a cara.
Un encuentro que sirvió para muchas cosas. En primer lugar, para conocer a su chica. Un encanto, por cierto. Parece que se hacen felices mutuamente, que es lo mínimo que se merecen (por lo menos él, aunque ella también tiene pinta de ser buena gente y merecerlo). También para que conociera a mis críos, porque la única noción que tenían de mi amigo era una fugaz visita una noche de hace varios meses, a la hora de acostarse. Lo que viene a significar que ni él ni ellos tenían una idea clara del contrario. Y, no sé muy bien por qué, me apetecía que mis hijos lo conocieran. Tal vez porque es una persona especial (para mí, pero también especial en general, de esas que te encuentras pocas en la vida), tal vez porque necesitaba que mis hijos vieran que su padre también conoce gente, y no se dedica sólo a trabajar y a correr. O tal vez porque no sabía que hacer con ellos el domingo y pensé que cuantos más fuéramos a cuidarlos, a menos tocaríamos. Pongan x en esta casilla.
Julia y él se caen muy bien. Eso no es sorprendente, porque Julia le cae bien a casi todo el mundo, y él también. Pero también hizo buenas migas con mi amiga consorte. A los hombres nos tocó encargarnos de entretener a los niños, y, cuando podíamos, que no era muy a menudo, hablar de nuestras cosas. Así que aprovecharé para comentar, una vez más, que a mi estos modelos modernos de maternidad no acaban de convencerme. Con qué nostalgia recuerdo a  mi madre custodiándonos mientras mi padre hablaba con los demás hombres, sin niños que los distrajeran de sus charlas serias e importantes (aunque a lo mejor hablaban de fútbol y de las fotos del Interviú, vaya usted a saber). Aún así, lo pasé bien. Verlo siempre me pone de buen humor. Y siempre me parece increíble que haya decidido ser amigo mío.
Desgraciadamente, él tampoco lo está pasando muy bien. Problemas de salud en la familia, sensación de sentirse desbordado, cansancio acumulado, expectativas defraudadas… No está en su mejor momento, y verlo así me dejó un regusto amargo, que traté de asimilar durante todo el viaje de vuelta. En cualquier caso, me alegró verlo, me alegró conocer a su chica. Me alegró poder abrazarlo (aunque un poco así como sin querer, por el qué dirán).
Desde entonces hemos cogido la costumbre de guasapearnos sin piedad por las noches. Para hablar un poco de todo y de nada a la vez. Para saber cómo van las cosas. Para confirmar que el otro sigue en su sitio, aguantando. Para echarnos unas flores, darnos ánimos, confesar flaquezas. Aunque para mí que la razón principal es que me quiere tocar un poco los huevos y elige ese momento porque es cuando yo aprovecho para hacer abdominales (detalle éste que le confesé el domingo, en un momento de debilidad). Y a pesar de que él está probablemente más en forma que yo, tuvo el buen gusto de mostrarse impresionado, alabarme y tal. Pero, a la hora de la verdad, se ha impuesto su lado gamberro y siempre me manda los guasaps cuando estoy en plena faena. Y sé que lo disfruta, porque sabe que me hace perder la cuenta. En fin, ya saben: cabronadas de esas que les tienes que hacer a los amigos porque los enemigos no se dejan.
Espero sinceramente que mejore. Que mejoremos los dos. Y que podamos vernos más a menudo en el futuro. Pero, de momento, me gusta saber que está ahí, y que el sepa que estoy aquí. Que aunque los dos estemos un poquito jodidos, siempre tendremos un empujón para el otro, si lo necesita.  Y que podemos compartir, sin necesidad de ponernos dramáticos, muchas cosas gracias a un sentido del humor socarrón, negro, ácido, mesetario, que los dos compartimos. O gracias al gusto por películas en las que una sola escena, o una sola frase, justifica el precio de la entrada (o, en mi caso, que voy poco al cine, tirarse dos horas en el sofá, en lugar de estar inventando la vacuna del SIDA).
Recuerdo que cuando lo conocí, cuando apenas nos estábamos conociendo, vimos una película preciosa. Cinema Paradiso. Aún hoy es una de mis favoritas, y la primera vez que la vi me emocionó hasta el llanto. Algo que le comenté, un rato después. Y entonces ocurrió algo curioso: que el que casi se pone a llorar, cuando yo ya estaba repuesto, y la cosa parecía un poco fuera de lugar, fue él. Me contó entonces que esa película le tocaba una fibra muy sensible y personal. Sus padres habían tenido un cine, también. Y, como en la película, a él le había tocado ver cómo se cerraba. Cómo aquella sala que le había alimentado sueños e ilusiones se quedaba en silencio para siempre. Ver aquella película le recordaba una época en la que, según sus propias palabras, se le habían caído los huevos al suelo. Y, con todo y con eso, todavía era capaz de apreciar la belleza de la película, destacando por encima de todas la última escena, la de los besos  robados por la censura que Alfredo, el viejo operario del Paradiso, el viejo amigo, el maestro, el padre,  guarda como regalo para Totó. Cuando Alfredo ya no está. Cuando Totó ya no es Totó, sino Don Salvatore. Una cinta hecha de besos robados, de recuerdos. De la esencia del cine. De la esencia del cariño. Pura magia.
En fin, me pongo lacrimógeno, y no me apetece a estas horas, así que cambiamos de tercio. Otra película que compartimos en aquellos tiempos, y que se convirtió en mítica con el pasar de los años, fue La Princesa Prometida. Un cuento de hadas, muy bien contado, y con un sentido del humor que le quita el extra de almíbar que podía hacer chirriar la cosa. Pues, ya ven como es esto, la semana pasada la vimos juntos. A un par de cientos de kilómetros de distancia, pero comentando las jugadas más interesantes por guasap. Y peleándonos por anticipar los diálogos, tratando de marcar paquete y demostrar que nos la sabemos de memoria mejor que el otro. Aunque, si lo piensan, y a pesar de que tengamos más de 40 tacos, es normal que nos guste: aventuras, piratas, venganza, duelos mortales, espadachines, magia,  amor verdadero… y, por encima de todo, una frase. Si, esa en la que todos ustedes están pensando: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”.
Y de película en película, llegamos a otra de esas en las que una sola frase justifica todo lo que se hayan gastado en hacerla y todo lo que tú te hayas gastado en verla. Una película con muchos y variados ingredientes para gustar: la historia es buena, los paisajes del otoño de Nueva Inglaterra no son de este mundo, sale Charlize Theron (ya ven que no estoy todavía curado, y pongo por delante de Charlize Theron a unos paisajes), la banda sonora es de las que tocan la fibra… Las normas de la casa de la sidra. Una película en la que ambos coincidimos que, por encima de todo lo anteriormente citado, destaca poderosamente una frase que es más que una frase. Una frase que es, en palabras de mi amigo, la mejor forma de dar las buenas noches que ha oído en su vida. Una frase que servía para que un puñado de huerfanitos pudiera dormir creyendo en un mañana mejor. Una frase que ahora sirve para que dos amigos se vayan a la cama pensando que cuando amanezca el mundo será un lugar un poco menos sucio.
Por eso ahora la usamos todas las noches. Después de que mi amigo se divierta haciéndome perder la cuenta de las abdominales, repasemos nuestros respectivos estados, hagamos algunos chistes malos con  juegos de palabras facilones, nos damos las buenas noches.
Yo soy el príncipe de Maine.
Él es el rey de Nueva Inglaterra.
Y quiero creer que ambos nos dormimos con una sonrisa.
Cuando he vuelto al infierno, ni siquiera se lo he comentado. Qué sabrán ellos de cine. Qué sabrán ellos de amigos. Y, después de todo, ya estoy preparando mi vuelta al mundo real. No pensarían que las vacaciones duran eternamente, ¿verdad?
Suyo atentamente,
Samuel S. Morgenstern


miércoles, 24 de julio de 2013

VENGANZA

Ayer vi una película a la que le tenía ganas. Munich. De Spìelberg, lo que ya de por sí son palabras mayores. Añadámosle que la historia me pone, y tenemos un par de horas en las que soy incapaz de despegar la vista de la televisión. La peli es de 2005, me parece, con lo que pueden hacerse una idea de la disciplina que gasta un servidor para visionar estrenos, por más que la temática le resulte interesante. Un retraso de ocho años, una historia que ya conocía bastante bien, pero, qué quieren, disfruté más que un gorrino en un charco de barro. Uno es así de simple.

La historia, y paso de advertir que esto es un spoiler, porque ya van ocho años del estreno, y además el tema es cultura general, va de venganza: a los judíos (israelís) les mataron 11 atletas durante los juegos olímpicos de Munich, en 1972. Eran años convulsos, cuando los árabes todavía se creían que podían ayudar a los palestinos a expulsar a los judíos de la tiera prometida (prometida por quién, y para quién?). Unos tipos con pocos miramientos montaron un grupo llamado Septiembre Negro (en recuerdo de no sé qué movida que había pasado en un Septiembre de hacía unos años), entraron en la villa olímpica y secuestraron a todos los israelitas que pudieron. Llamaron la atención del mundo, que probablemente era lo único que querían, y luego se pusieron a pensar en el tema de cómo escapar. Uno de esos detalles que siempre se quedan para el final. Pidieron un aeropuerto, unos helicópteros, un avión grandote... pero les hicieron la del chino. Los alemanes, que de sutilezas y diplomacia andan con lo justo, los llevaron al aeropuerto, los pusieron ante un Boeing vacío y cuando los palestinos todavía tenían cara de esto no puede estar pasando, se liaron a tiros. No fue una buena idea. Se cargaron a unos cuantos terroristas, sí, pero éstos se llevaron por delante a todos los rehenes (9, mas dos que se habían cargado en la villa olímpica), algún piloto de helicóptero y un policía alemán. De los terroristas, sólo tres sobrevivieron. Un cristo de padre y muy señor mío.

Pero, oigan, estaban en Alemania. Y allí los horarios se cumplen. Se pararon los juegos un día, por el qué dirán, y seguimos con la función. Los israeitas echando humo por las orejas, los egipcios abandonando Alemania por si las moscas (tipos inteligentes), los demás países árabes insistiendo en mantener sus banderas en todo lo alto, en lugar de tenerlas a media asta, durante el acto de duelo y homenaje. ¿A que se veía venir que se iba a liar?

Efectivamente, se lió. Israel decidió que, puestos a elegir entre las opciones de vivir acojonados por los palestinos o acojonar a los palestinos, la segunda opción era mucho mejor. Así que montó un dispositivo que les costó un huevo de la cara, que todavía a día de hoy no está muy cómo se organizó, pero que se llevó por delante un montón de dirigentes palestinos, por todo el mundo. Daba lo mismo que hubieran sido autores materiales, intelectuales, ideólogos, simpatizantes o que pasaran por allí. El caso era que si estabas cerca de la OLP o alguna organización similar, tu esperanza de vida podía verse reducida drásticamente.

La película, no obstante, dura un poco más de lo deseable (un fallo bastante común en Spielberg) y nos muestra todos los traumas que los asesinatos, los bombazos, el espionaje y la defensa de la tierra prometida deja en los protagonistas. Es decir, convierte una película de acción en una película de pensar. Lo que constituye una putada gorda donde las haya.

En fin, es una película. Y esos hechos quedan muy lejos. Yo estaría mamando alegre y despreocupadamente de mi madre mientras los palestinos escabechaban atletas judíos, los agentes judíos escabechaban dirigentes palestinos y los informativos se frotaban las manos con el festival que les estaban ofreciendo. Así que, como  les digo, la matanza de Munich, y la operación Cólera de Dios (que fue como Israel denominó a la persecución de los otros por todo el mundo) quedan bastante lejos.

Sin embargo, el tema principal de la película, la venganza, sigue de actualidad. Siempre lo ha estado, y siempre lo estará. Aunque no sé muy bien por qué, la verdad. Porque, contra todo lo que se dice, vengarse del que te ha hecho una putada no te hace sentir mejor. Hacerle una putada a él mola, eso sí, pero tú no te sientes mejor. Y cuantos más medios has puesto en el empeño, más ridículo te sientes. Más ruín. Tanto para ésto. A lo mejor no merecía la pena.

Entonces me vino a la cabeza una historia de hace un porrón de años. Gracias al pastillaje, mi memoria a corto plazo es un cachondeo, pero sigo teniendo unos recuerdos bastante fidedignos de lo que pasó hace mucho tiempo. Y esto fue hace 27 años, así que calculen.

Vamos con los antecedentes de hecho. Un servidor, a la tierna edad de 14 añitos, acababa su primer entrenamiento del año con el equipo del colegio. Había estrenado unas botas de tacos (de segunda mano, por supuesto; en aquellos años todo era heredado, pero no por ello menos ilusionante) y acababa de recibir la camiseta con la que jugaría durante toda la liga. Volvía para casa más feliz que una perdiz.

Era finales de otoño, que es cuando los colegios organizan estas cosas. En esa época, las tardes son ya cortas, y a poco que te demores en los preparativos, el entrenamiento y vestirte de nuevo para volver a casa, te encuentras con que es noche cerrada. Estábamos en una ciudad pequeña. Eran los años 80, donde la proliferación de farolas que ahora disfrutamos o sufrimos (según los casos) quedaba todavía muy lejos, y quien más, quién menos tenía que atravesar algunas calles un pelín oscuras para llegar a casa. Sobre todo si vivía en las afueras, como era el caso de un servidor.

Pues nada. Por una de aquellas calles oscuras iba yo, tan feliz, con mi camiseta nueva (número 6, lo que me convertiría en el Xavi del equipo; sólo de pensarlo me descojono), y mis botas de tacos (Adidas, modelo River Plate, tacos de aluminio desmontables, la hostia en verso, oigan), cuando de repente me sale al paso un chavalote repelente, al que conocía de vista, con ganas de macarrerar. Era bastante mayor que yo, así que se lo podía permitir. Mi acompañante, hoy abogado de éxito, pero en aquel entonces un alfeñique, con mucha menos prestancia física que yo (lo que dice muy poco en su favor, todo hay que decirlo) y yo apretamos el culo y el paso y pretendimos ignorar al tipo, pero fue imposible. Porque ustedes me dirán cómo se puede ignorar a un gañán que te saca la cabeza cuando te coge por los hombros (a mí; el futuro abogado se libró y aprovechó para poner tierra de por medio, lo que demuestra que ya desde entonces tenía un sentido práctico de la vida que lo abocaba a la vida en los juzgados), te zarandea, te insulta, te provoca y te amenaza con hacerte cosas que tú ni siquiera sabes lo que son (que es, quizá, lo que más miedo te da). Así que, puestos a no ignorar las cosas, servidor tuvo un impulso de los suyos: con la bolsa en la mano, de supermercados SPAR, conteniendo las botas y la camiseta, intentó un heróico y fallido golpe en la cara del macarra, de resultas del cual la bolsa se rasgó, las botas salieron despedidas a tomar por el saco, y el resultado fue como una dulce bofetada de plástico en la cara de mi apocalipsis particular. No sé quién quedó más sorprendido, él o yo, cuando lo que pretendía ser una revolución en toda regla acabo siendo un desparrame de botines de fútbol y un camisetazo en la cara.  El tío se lo tomó bastante bien, dadas las circunstancias. O, al menos, desde mis expectativas, donde una sodomización seguida de lluvia dorada hubiera sido considerada hasta razonable. El tipo se limitó a sonarse los mocos con mi camiseta, pasarmela por la cara, zumbarme una hostia que me dejó los oidos en función mono durante un tiempo y despedirme con una patada en el culo que me propulsó unos cincuenta metros, francamente aliviado por el hecho de poner tierra de por medio con aquel energúmeno. Sólo unos instantes después recordé que la camiseta y las botas habían quedado allí atrás, en territorio enemigo. Haciendo de tripas corazón, me asomé a la esquina. El enemigo había desaparecido. Así que, después de pensármelo mucho, y con más miedo que vergüenza, me acerque a recoger a toda prisa mis ultrajadas pertenencias y salí pitando para casa. Llegué sin mayores contratiempos. Con el ánimo por los pies, eso sí, y teniendo que aguantar la bronca de mi madre por llegar tarde, sucio, etc...

Esto no dejaría de ser un hecho anodino entre chavales que intentan marcar territorio (él tendría 17, yo 14) si no fuera porque yo soy un rencoroso del copón, y además tengo una memoria de elefante. Nunca me olvidé de aquel macarra. Nunca se me han pasado las ganas de ajustarle cuentas. Jamás. Quizá esto dice poco en mi favor, pero es lo que hay. Y si no fuera porque el destino es juguetón, y años después hizo que mis padres se mudaran, trasladándose a un barrio nuevo. Curiosamente, a unos 100 metros de nuestra nueva casa vivía mi amigo el macarra. Aunque para entonces, habíendo pasado ya unos 8 años,  el tiempo había ajustado cuentas por mí. Porque mientras yo me dedicaba a estudiar, con más o menos provecho, con más o menos dedicación, que eso no es lo que ahora se discute, él se había dedicado con toda la dedicación del mundo a experimentar todos los estupefacientes conocidos. Y probablemente alguno por inventar. El resultado era espeluznante. El macarra se había transformado en un anciano. No. En un zombie. Un ser de paso tambaleante, indeciso, cara inexpresiva, arranques extemporáneos de cólera con su madre (la única persona que, por aquel entonces, todavía tenía algún trato con él). Ya no había lugar para mi venganza, porque nada de lo que yo le hubiera podido hacer a aquel macarra hubiera sido peor de lo que él se había hecho a sí mismo. Pero, ¿saben qué? Me sentí bien. Verle pudrirse en vida me moló. Aún sabiendo que sentir eso no era lo más adecuado, me moló. No era mi venganza, pero era una venganza, al fin y al cabo. La humillación de 8 años atrás había sido vengada.

La cosa ha ido a peor, como no podía ser de otra manera. Mis padres lo ven a diario, y no lo notan tanto, pero yo ya no vivo allí, y cuando voy de visita, de tanto en tanto, y me lo encuentro por la calle,  me parece que han pasado siglos y estoy viendo a un fantasma andante. A un esperpento desdentado, tambaleante, sonado. Qué, asómbrense, tiene todavía la suficiente capacidad emocional (o simbiótica, llámenlo x) para compartir su vida con una mujer. Imagínense qué mujer, claro. Quizá no sumen más de 10 dientes entre los dos, y fácilmente aparenten más de 150 años entre ambos, cuando ninguno llega a 45.

Yo no hubiera podido imaginar una venganza así. Sinceramente. Me hubiera conformado con darle un par de hostias, ahora que soy más fuerte que él. Y punto. Sin embargo, la vida, seguramente indiferente al agravio que este tipo me propinó hace tanto tiempo, decidió por su cuenta que iba a pasarle una factura de restaurante de moda. Una pasada. Lo ha dejado para el arrastre. Ahora darle dos hostias sería perder el tiempo, porque ni las sentiría. Y matarlo, probablemente, sería lo más piadoso que podría hacerse por él. Menuda es la vida cuando se pone a cobrar facturas, propias o ajenas.

Qué tienen que ver los asesinatos del Mossad con un yonki de mala muerte de mi barrio, se preguntarán ustedes. Pues seguramente nada. Pero no puedo dejar de pensar en las ganas de venganza que una vez tuve hacia ese tipo. Y recuerdo perfectamente la justificación que me daba a mí mismo cada vez que imaginaba cómo le partía los dientes, cómo le dejaba la cara hecha un mapa: no es por venganza, es por ganarme el respeto. Curiosamente, esa frase sale también en la película. Qué cosas.

Ya les digo, han pasado una pila de años. Los judíos y los palestinos siguen matándose, con distintos métodos, motivos y justificaciones. De venganza en venganza y tiro porque me toca. Yo nunca pude vengarme de mi macarra. Y ahora, cuando lo veo tambalearse por la vida, no sé si lo que siento es pena por lo que ha sido de él o rabia por no haber sido yo el que lo dejara así. En mis ratos buenos, me inclino por la primera opción. En mis ratos malos.... bueno, en mis ratos malos, mi macarra ocupa un lugar muy retrasado en mis pensamientos. Por delante de él hay muchas otras barbaridades por cometer.

Cuando lo he comentado en el infierno, después de cenar, la peña se ha descojonado de mi. Empieza a ser costumbre, la verdad. Que si soy un blando, que si se nota que soy un realquilado, que cómo amariconan los estudios... 

Quizá tengan razón. Quién sabe. Quizá nadie es realmente alguien hasta que no se venga de su enemigo. O quizá la venganza no tenga ningún sentido en absoluto.

Atentamente, desde el infierno,

Samuel S. Morgenstern.

martes, 23 de julio de 2013

CANSANCIO

Pocas veces he encontrado una frase como la del pie de foto, que ilustre de manera tan perfecta lo que yo quiero decir, gastando mucho más tiempo, más letras y consiguiendo decirlo peor. Estoy cansado es la manera de decir que estoy harto de todo esto. De todo. Quizá sea lo mismo. Un cansancio vital que se transforma en hastío. Un hastío que va conformando un cansancio que hace que la vida parezca no tener mucho sentido. Qué más da. Al final, lo importante no es la realidad, sino cómo uno la percibe. Si uno se siente cansado de todo, está cansado de todo. Si se siente harto, está harto. Y punto.

Naturalmente, psiquiatras, psicólogos, amigos bienenintencionados, esposas preocupadas, amigas con oscuras aspiraciones o sin ellas, familiares, compañeros.... todos intentan hacerte ver que te equivocas. Que siempre hay algo que merece la pena. En ocasiones, consiguen su propósito. En otras, no. Mi caso es una de las veces que no. No hay manera.

Puedo estar dopado. Puedo corregir mis niveles de neurotransmisores. Puedo cambiar los hábitos más nocivos para el control mental (alcohol, por ejemplo; mujeres, periódicos, etc). Puedo cambiar muchas cosas. Incluso puedo vencer mi timidez natural para contarle a una extraña, por muy psicóloga que sea, cosas tan íntimas que jamás le había contado a nadie. Para enfrentarme al escrutinio de un psiquiatra que tiene una pinta, digamos, poco invitadora a creer en su inteligencia, con su despacho lleno de neones y madelmanes. Puedo hacer todo eso, y más. Pero nada de eso va a cambiarme. Porque lo esencial es que no sé si quiero cambiar.

Naturalmente, sé que no soy feliz, y me gustaría serlo. Pero preferiría que fuera el resto del mundo el que cambiara para adaptarse a mi manera de ver la vida. Y dado que eso parece poco probable, también parece poco realista esperar una mejoría significativa en mi estado. No me gusta el mundo en el que vivo. No me gusta mi vida, ni mi entorno, ni mi trabajo, ni mi ocio. No soporto mis limitaciones, y cada vez llevo peor las de los demás, especialmente aquellos que conviven conmigo. La paciencia ha dejado de figurar en mi vocabulario. Quiero las cosas rápido, ya, ahora, sin pensar si me convienen. Sin pensar si me las puedo permitir. La mayoría de las veces, ni me convienen ni me las puedo permitir.

Algunas de las cosas que me molestan del mundo, cierto es, lo hacen muy tangencialmente. El hambre en África me da bastante igual. La falta de respeto a los derechos humanos en el 90 % del mundo, tirando por lo bajo, me deja indiferente. La pesca de las ballenas, el fin de los ecosistemas, la extinción del lince ibérico, la prohibición de las corridas de toros y otras muchas cosas de ese tipo me resultan tan lejanas que no podría, aunque quisiera (que no es el caso) sentirlas como una preocupación. Simplemente, me quedan lejos. Una visión cortoplacista, ya lo sé. Algún día me afectará a mí. O a mis hijos. Algún día vendrán a por mí. Pero, de momento, sólo estan viniendo a por los judíos. Así que no hago nada. (y por favor, no se me hagan los listos diciendo que estoy parafraseando la cita de Brecht, porque no es de Brecht; es de un cura alemán que se llamaba Martin Niemoller).

Pero después hay algunas cosas que resultan insignificantes para el resto del mundo que para mí son como una piedra en un zapato. Algunas rarezas de mi mujer. Algunas servidumbres a pagar en pro de la convivencia doméstica. Algunos pequeños signos de que el tiempo va pasando y ni nosotros ni nuestros mayores vamos a mejorar fisicamente, sino más bien todo lo contrario. La conciencia de que no voy a conseguir muchas de las cosas que me permití soñar. La certidumbre de mi mediocridad y mi falta de coraje, físico y moral. Una mujer que no me conviene pero a la que no puedo evitar desear. Un trabajo sin sentido, o con un sentido abyecto y totalmente falto de ética y respeto. Mi propia manera de ser, que me autocondena a un exilio interior, que impone mi pánico a hablar con desconocidos a mi curiosidad por conocer a gente interesante. Todo eso sí me importa. Todo eso sí que me jode. Mucho. Tanto que me hace plantearme soluciones drásticas. Porque, a pesar de que la receta tradicional dice que los problemas se abordan de uno en uno, creo que de ese modo tardaría demasiado. Aquí tiene que ser todo o nada. O cambio el mundo, o me voy. No hay más. 

Y cambiar el mundo significaría alterar demasiadas cosas que no están a mi alcance. Soy insociable, depresivo, obcecado y rencoroso,  pero también soy realista, y esto queda totalmente fuera de mis posibilidades. Sólo queda irme. La otra solución. La que todo el mundo está temiendo. La que tiene a mi mujer sin dormir durante todo el verano.

Pero, verán, le he prometido a mi mujer que no voy a hacerme daño. Al menos, conscientemente. Es decir, que no ve voy a abrir las venas, ni me voy a tirar al tren, ni voy a saltar desde lo alto de un tejado. Lo que haga de manera inconsciente ya es otro tema del que no me hago responsable (y no hablo por hablar: 3 accidentes de tráfico en 4 semanas es una marca al alcance de muy pocos, y quizá quiera decir algo). Así que lo del suicidio queda, por el momento, aparcado.

Pero hay otras formas de irse, de dejar una vida que no te gusta. La más simple es, simplemente, irse. Dejar una nota en la mesa de la cocina y desaparecer. Desgraciadamente, creo que es ilegal (abandono de hogar o algo así, se llama), y te pueden hacer volver, o pagar una multa, o meterte en la cárcel o yo qué sé.  La forma civilizada de hacer esto se llama divorcio. Firmas unos papeles, regateas unos bienes, unos derechos, intentas obviar la cara de estupor y las lágrimas de los niños, y, ale hop, cada uno por su lado. Se supone que ya eres libre (entre comillas; entre muchas comillas) para rehacer la vida, y rehacerla un poco más a tu gusto. Una idea, para qué negarlo, que cada vez se va abriendo paso con más insistencia en mi perturbada mente.

Sin embargo, hay un problema. Que si bien tengo bastante claro lo que no me gusta, lo que no quiero, me temo que tendría muchos problemas a la hora de construir una vida propia. Porque no tengo la menor idea de lo que quiero. Porque, si lo supiera, me faltaría el coraje para luchar por ello. Y porque, si por alguna casualidad alguien peleara por mí y me concediera lo que quiero, automáticamente me asustaría. El hecho de tener lo que deseo hace que tiemble sólo de pensar en la posiblidad de perderlo. Quizá por eso no me gusta mi vida.

Porque quizá tengo la vida que quería, pero me da tanto miendo perderla que he optado por una estrategia intermedia: despreciarla. Sacarle pegas a todo. Darle una importancia desmesurada a las más nimias complicaciones, y reducir hasta el absurdo todo lo bueno que he conseguido. Tal vez renegar de mi vida no es más que un signo de lo mucho que la quiero, y la necesito. Aunque eso supongo encontrar pelos en el lavabo, cosas fuera de sitio, reuniones familiares... Aunque eso suponga que nunca voy a tirarme a esa mujer que, vaya usted a saber por qué, se me ha metido en la cabeza.. Aunque suponga que nunca voy a ser un escritor famoso, ni  deportista de élite, ni fotógrafo de Playboy.

Así que quizá estas vacaciones en el infierno no me vengan tan mal, después de todo. Vine aquí buscando mezclarme con la chusma, con los desheredados, con los perdidos. Pasando inadvertido. Vine buscando tener alrededor tanta miseria que me hiciera olvidar, siquiera por algunos momentos, la mía. Pero tal vez estas vacaciones me aporten mucho más. Quizá me sirvan para descansar de verdad. Y para descubrir que en realidad no estoy harto de todo, sino sólo asustado. Para descubrir que me estoy portando como un niño caprichoso que lo quiere todo a su gusto.

Sería curioso, la verdad. Después de dejar la esperanza en la puerta, como manda el lema de la casa, recuperarla dentro. Bajar al infierno para darte cuenta de que lo único que tenías que hacer era disfrutar de lo que ya tenías, y apretar los dientes cuando vienen mal dadas. Soportar los días malos, y olvidarlos en cuanto haya un mínimo detalle luminoso digno de ocupar un lugar en tu memoria. Aprender a recordar las sonrisas de tus hijos y de tu mujer, en lugar de imaginarte las lágrimas que quizá nunca lleguen.

He intentado explicarles esto a mis compañeros, aquí abajo. Me han mirado extrañados, indiferentes. Ellos hace mucho que perdieron la esperanza. Tal vez no soy el primero que ven rebelarse con un arrebato de euforia. Algo en sus miradas me ha transmitido lo que quizá siempre he sabido. Y la euforia se ha ido a tomar por el culo. Porque sus miradas eran puro hielo.  Sus miradas me decían: hay guerras que no se pueden ganar, chaval.

La euforia se ha ido. Y vuelvo a sentirme cansado. Cansado para jugar con mis hijos. Para volver a una casa vacía. Cansado para volver mañana a este mismo trabajo de mierda. Creo que incluso estoy demasiado cansado para tirarme a la mujer de mis obsesiones, si se presentara la ocasión.

Desde el infierno, harto de todo, pero suyo siempre.

Samuel S. Morgenstern.